11 de noviembre de 2003

Origen de la Asociación Civil Derechos de los muertos sin tumba (DMT)

Nuestra asociación tiene su origen en el motor estropeado de un camión. Este camión repartía pan por los pueblos en 1936.
Mi nombre es Gerardo Tejedor González, y soy uno de los fundadores de la DMT.
Aunque sé conducir, apenas entiendo de motores de coches, y menos de motores de camiones. Por eso no sé si fue una válvula vieja o alguna pieza oxidada la causa de que aquel viejo motor renquease con un sonido especial. Un sonido de carraca vieja.
Mi tío, Jacinto González, hermano mayor de mi madre y maestro socialista, fue asesinado cuando Asturias cayó en poder de los fascistas en 1937. Mi madre era una niña entonces. Una noche de aquel verano vinieron en busca de su hermano Jacinto y se lo llevaron a bordo de un viejo camión cuyo motor renqueaba como una carraca vieja. Así lo ha contado siempre mi madre y, supongo que por ser la descripción tan peculiar, se me quedó grabada. Nada volvieron a saber del tío Jacinto.
Con los años, mi tío se convirtió en una presencia venerada por la familia, una veneración temerosa durante los años del franquismo y llena de precaución luego, en la transición y primeros años de la democracia. Recuerdo que había una foto de él en el salón de casa, la típica imagen en sepia que mostraba a tres hombres jóvenes, sonrientes, con una playa al fondo, y unas palabras escritas a mano en el dorso, “Cádiz, agosto de 1932”. Yo, de niño, miraba a veces aquella foto, y me preguntaba qué habría hecho mi tío Jacinto para que lo mataran así.
Una tarde de muchos años después, debía de ser 2002 ó 2003, tuvo lugar en el pueblo una semana cultural alrededor de los poetas españoles en la Guerra Civil. A mí me impresionó especialmente la película de Miguel Hermoso “La luz prodigiosa”, donde se fantaseaba con la idea de que Federico García Lorca no había muerto asesinado en el barranco de Viznar, en agosto de 1936, sino que sobrevivió y anduvo vagando durante décadas por Granada, amnésico y en estado semivegetal. Durante la proyección me sentí inquieto, y no pude evitar hacerme preguntas sobre mi tío Jacinto: ¿cuál había sido el día exacto de su muerte? ¿Quién fue su asesino? Y sobre todo, ¿en qué lugar había sido arrojado su cuerpo? La respuesta a la primera pregunta era un dato que, suponiendo que pudiese averiguarlo, no constituía alivio alguno. La respuesta a la segunda implicaba una investigación y, tal vez, una exigencia de responsabilidades de incierto resultado. Pero sentí que la tercera respuesta era un deber que la película me imponía como hombre adulto que desde hacía mucho tiempo era, y casi me avergonzó no haberme movilizado nunca ante la aterradora evidencia: sesenta y cinco años después de haber sido asesinado, mi tío Jacinto seguía arrojado en alguna cuneta, tal vez muy cerca de donde yo había vivido siempre.
Finalizó la proyección. Durante los largos títulos de crédito permanecí conmocionado, incapaz de moverme de mi butaca en una de las primeras filas de la sala. Y, cuando se encendieron las luces, aún tardé unos segundos en ponerme en pie. Entonces, al dirigirme hacia la salida, vi a la mujer solitaria, sentada unas cuantas filas más atrás, con los ojos clavados en la pantalla blanca. Nuestras miradas se encontraron. Era bastante obvio que nuestra emoción tenía idéntico origen, y supongo que fue inevitable que empezáramos a hablar: algún comentario sobre la película, los actores, la idea central… Temas más o menos convencionales, inconcretos, hasta que ella mencionó el camión que aparece en la primera escena, donde trasladan a Lorca y a otras víctimas hacia la muerte.
La mujer, María Luisa era y es su nombre, María Luisa Álvarez Marcos, había vivido toda su vida adulta obsesionada con el recuerdo infantil del camión que, finalizada la guerra, vino a por su tío Amador. El motor del camión, dijo, renqueaba como… La interrumpí: ¿cómo una carraca vieja?, pregunté. Y ella asintió, estremecida. Yo también me estremecí.
Salimos de la sala y nos sentamos en la terraza del Pedrín, el bar de la plaza de pueblo que luego ha acogido tantas de nuestras reuniones, para seguir compartiendo los recuerdos que surgían por el ruido de aquel motor. Al tío de María Luisa lo mataron únicamente porque era sabido que, antes de la guerra, no iba a misa. Ambos éramos sobrinos de nuestros respectivos muertos, y la coincidencia de ese peculiar vínculo nos hizo sentir, extrañamente, una especie de responsabilidad. En la larga conversación posterior pronto se nombró el Barranco de los Indianos, del que se contaba que allí habían sido arrojados los muertos. Nos propusimos visitarlo al día siguiente, y así lo hicimos.
Nunca antes habíamos acudido ninguno de los dos a ese lugar. Creo que María Luisa me dio la fuerza necesaria a mí, y yo se la di a ella. Llegamos a primera hora de la mañana, me atrevo a decir que con cierta impaciencia, pero una vez allí permanecimos quietos y en silencio mucho, muchísimo tiempo. En ese lugar se suponía que habían sido arrojados los cuerpos de los asesinados: los hombres de derechas asesinados por milicianos incontrolados al comienzo de la guerra, los izquierdistas asesinados por falangistas cuando llegaron las tropas de Franco y los asesinados en la posguerra durante la represión de los vencedores sobre los vencidos. Cuando finalizó la guerra hubo, al parecer, algún intento de exhumar el cadáver del alcalde asesinado en 1936, con objeto de darle sepultura, pero resultó imposible encontrarlo, ni sus restos ni los de los demás muertos.
María Luisa y yo decidimos hacer algo. Pero ¿qué?
No es este el momento de detallar la larga, inacabable travesía que iniciamos aquel día para llegar hasta donde nos encontramos hoy, ni quiero extenderme en las infinitas gestiones que hubimos de hacer hasta llegar a formalizar nuestra situación. Solo hay una cosa más que por justicia inapelable me parece necesario hacer. Y es hablar de Serafín.
Sin él, sin Serafín Pardo Valle, la Asociación Civil Derechos de los Muertos sin Tumba no existiría. O, si existiese, su valor simbólico no sería el mismo que entendemos que hoy tiene.
Serafín es un abogado que, aunque nació en el mismo pueblo que María Luisa y yo, vive desde hace años en Oviedo, donde disfruta de gran éxito profesional. Alguna vez se rumoreó incluso que planeaba entrar en política. Serafín, más joven que nosotros, es nieto del que fuera alcalde del pueblo, aquel alcalde conservador, cuando estalló la Guerra Civil. Su abuelo, llamado Serafín como él, fue detenido nada más comenzar la guerra, y asesinado por milicianos al poco tiempo. Siempre se dijo que su cadáver tuvo el triste honor de ser el primero que se arrojó al Barranco de los Indianos. El hijo de aquel alcalde asesinado, y padre de nuestro Serafín, luchó en la guerra en el bando de Franco, alcanzando el grado de capitán, y, aunque en 1939 abandonó el ejército y se incorporó a la vida civil como registrador de la propiedad, siempre miró con firmeza inamovible a los sucesos de la guerra y a la actuación que él había desarrollado en ella. Nuestro Serafín creció pues, igual que nos había pasado a María Luisa y a mí, en la adoración a la figura del familiar asesinado, en este caso su abuelo, el alcalde derechista, por ello no nos extrañó que, cuando fuimos a verle para plantearle nuestro plan, recuperar a todos los muertos de nuestra pequeña comunidad, todos sin excepción, eligiera, eso sí, muy cortésmente, rechazar nuestra propuesta. Fue decepcionante, sobre todo porque nuestra capacidad de convocatoria y nuestras relaciones políticas y sociales no eran, ni de lejos, las que podía mover el exitoso abogado Serafín Pardo Valle. Aún así, nos pusimos en marcha con nuestros escasos medios. Logramos que algunos políticos de izquierda locales e incluso autonómicos nos escucharan, publicamos algún artículo humilde con nuestras intenciones, respondimos a alguna entrevista, tuvimos el apoyo de unos pocos periodistas de prensa y radio… Pero pronto entramos en una especie de dique seco, donde no retrocedíamos pero tampoco avanzábamos. Hay que señalar que un ciudadano anónimo, que también debe de vivir o de haber vivido en el pueblo, se enteró de nuestra actividad y empezó a mandarnos fondos con la condición de que no pretendiéramos nunca conocer su identidad.
Pero volvamos a Serafín. Una mañana, para nuestra sorpresa, vino a visitarnos en persona. María Luisa y yo, cada vez más desanimados, nos reuníamos con los dos nuevos miembros de nuestra asociación, Álvaro y Dolores, en un pequeño local vacío que poseía Dolores, y que cedió para nuestros fines.
Serafín venía muy serio, y hay que reconocer que su presencia imponía. Traía con él un recorte de prensa, y de inmediato preguntó por María Luisa, que era quien había aparecido en la entrevista del periódico contando nuestras intenciones y su caso concreto. Por un instante temimos que el poderoso abogado, tal vez molesto con alguna de nuestras declaraciones, viniera a anunciarnos su intención de demandarnos, o algo parecido. Pero a Serafín lo había traído hasta nosotros el camión del motor de carraca vieja. Él siempre había oído contar a su padre que su abuelo fue sacado del ayuntamiento en un viejo camión de panadero que había sido requisado por los milicianos, y la casualidad de que fuera el mismo camión le había impresionado vivamente, llevándole a pensar que, más allá de ideologías e incluso guerras civiles, parecía que lo que había asolado el pueblo era aquel camión de la muerte que se llevó en todos los casos a personas desarmadas e inocentes. No es posible saber quién conducía el camión ni quién apretó el gatillo, explicó en tono grave, y luego añadió las palabras con las que quiero cerrar esta breve memoria:

-He decidido buscar el cuerpo de mi abuelo. Quiero darle sepultura, y me gustaría saber si podéis ayudarme a hacerlo.

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